"Hoy me detuve en tu mirada que raja el velo del dolor
y supe que hay algo más que percibir"
Es terrible querer ayudar a alguien y no poder. La empatía no alcanza, menos si el otro no la cree posible. No hay palabra que alcance ni aliento que le llene el pecho. Simplemente, muere nuestro intento y fracasamos como apoyo.
A veces lo duro no es el dolor físico del otro, sino su dolor emocional. Lo difícil es estar de buen ánimo y ahí es cuando somos todavía más prescindibles. La lucha, con la cabeza en la almohada, es del otro, solo, contra él mismo. Una vez más, estamos fuera.
El que sufre, acepta los chistes malos y la denominada buena vibra, pero la verdad, él es quien nos complace, finge, disimula un gesto de agradecimiento para que no intentemos más sacarle ese puñal que le rasga el alma, porque sabe que tiene que cargarlo. También solo.
En momentos de mierda, queremos ir a la par, pero no somos más que distracciones de una realidad que nos arrebata un amigo, un colega, un familiar, un allegado. Los tiempos no se corresponden, corremos junto a un otro que llora en cámara lenta. Aislado, en su tiempo.
Tenemos una perspectiva que mira desde nuestro ombligo, presumimos de sentimientos compartidos que no son, inasequibles. El otro nos ve, apartado de lo que asumimos, que lo esperamos al final, lejos, lejos en el tiempo, en expectativas, en proyectos. Los dejamos solos.
Y ahí es cuando no queda más que doblegar nuestro ego, saber que la empatía no es tal, que es el otro el quien nos cuida de su dolor, porque sabe, que es de él y de nadie más. Pero al final, algo sí es compartido: el querer, querer llorar de a dos, querer ser otro, querer...quererlo.